martes, 22 de abril de 2008

Desde Madrid, España, "Dante", por Javier Vásquez Lozada

“¿Qué es esto?”, pensó Tomás Dante, cuando abrió la caja de cartón recién llegada a su casa procedente de la teletienda de un canal local, canal que había empezado a verse en su televisión sin él haber hecho nada ni para conseguirlo ni, después, para impedirlo.
Aquella mañana ya legendaria (en un plano personal, se entiende) del mes de agosto, Tomás Dante, en una versión de sí mismo en bañador rosa-sin camiseta-de vacaciones metido en su casa como el resto del año, esperaba la llegada del paquete rascándose el propio. Era la primera vez que pedía algo en la teletienda y, daba la casualidad, que era la de la recién estrenada cadena local.
FECHA DE ENTREGA: 12 DE AGOSTO HORA DE ENTREGA: MAÑANA SUJETO: TOMAS DANTI
Releyó una vez más la nota aparcada en la mesilla de la entrada. Volvió a emitir un sonido de reprobación (uno que se hace dentro de la boca torciéndola levemente) al leer su primer apellido al que habían italianizado todavía más en algo así como la cosecha de un vino que hubiese estudiado.
—¡DANTE!—gritó más solo que la una, quizás hablándole a la casa, que albergaba al último Dante del que se tiene conocimiento.
Al grito reivindicativo del apellido paterno le acompañó, un segundo después, un movimiento en zig-zag del cortinaje —terciopelo azul—del gran salón de los Dante sin que se pueda asegurar que hay entre ambas acciones una relación causal.
¡Dante!, volvió a repetir esta vez para sí, aparentemente molesto con el tema del apellido, pero más enfadado, en el fondo, con la entrega demorada. Había puesto el despertador esa mañana para evitar sobresaltos y, sobre todo, impedir que la llegada del pedido le pillase en la gran cama familiar con dosel incorporado.
Así que las once y media de la mañana empezaba a ser una hora inaceptable para todo un Dante, si bien ya un tanto desvaído, al menos si lo comparamos con otros dantes de los ya habidos.
Y aún hubo de pasar una hora más, para que el timbre de la casa sonase con su redoble de campana, mientras Tomás Dante se apartaba de la puerta y disimulaba tanta cercanía haciendo esperar al repartidor trece segundos exactos.
Tomás firmó exclusivamente con su primer apellido el albarán de entrega; después miró a la cara desganada del chico y al albarán, pero no a la caja entregada porque, de haberlo hecho, pudiera ser (sólo pudiera) que se hubiera percatado de que había algo que no estaba bien.
Loa lamentos de Dante purgando su rabia convirtieron su casa en un infierno de gritos hasta que se calmó. Por mucho que pueda sorprender, Tomás había pedido un teléfono móvil, teléfono que se había resistido a adquirir (como miembro único de una cruzada que él creía arrastraba tras de sí a cientos, miles de seguidores—quizás otros dantes llegó a creer) hasta que vio el anuncio de la cadena local que, en el colmo de la imaginación, vendía un teléfono algo pasado de moda ya, con las imágenes de un tipo de cara más ancha que larga y con cierta tendencia a la soledad que, una vez adquirido el celular dichoso, empezaba a recibir llamadas de rubias despampanantes que abultaron su agenda y sus pantalones en menos tiempo del que se tendría que tomar para pagar el invento.
Es de suponer que el publicista estaba pensando en alguien como Tomás Dante que, a las cuatro de la mañana y, apunto de un completo desvelo, quedó hechizado con el anuncio y con sus rubias a las que imaginó correteando por el viejo pasillo de los Dante, quizás poblado de fantasmas.
Todo ello sirva para entender la furia de Dante cuando, tras abrir el paquete, se encuentra con lo que parece una gran, gran lata de paté porque era una gran, gran lata de paté.
La furia de Dante se traduce en varias maldiciones un tanto rancias y en un par de defecaciones, por el contrario, muy al uso. Hay que tener en cuenta que Dante tiene un genio tremendo, que hace que poca gente que lo haya tratado se haya atrevido a llevarle la contraria, si bien ese genio, como en la mayoría de los casos, no esconde más que un interior tímido y apocado.
Pero esta vez se lanza. Agarra el teléfono, marca los nueve números de la teletienda local, espera un minuto escuchando a Enya (nunca la soportó: decide encenderse un cigarrillo), atiende las instrucciones de una operadora que parece humana pero que en realidad es una máquina, pulsa varias teclas (hasta cuatro) de su propio teléfono obedeciendo de mala gana y con el ceño fruncido a la mencionada voz con sólo media alma, vuelve a escuchar más música (esta vez, Ray Connif, dos minutos. Por un momento, y, sin apenas darse cuenta, Tomás tararea la tonada), y, de nuevo, una voz maquinal que le avisa (Por el amor de Dios, ¿es necesario?—piensa Tomás Dante) de que le van a atender YA.
—Teletienda local, dígame.
Necesitamos la saliva para hablar. Y eso es algo que T.D. descubre en ese momento, en el que tiene que empezar a extraerla de su propia boca para articular palabra...
—¿Sí? Dígame...
Ánimo, Tomás que ya llega...
—Me cago en la madre que os ha parido... (aquí la furia de Dante en frase propia que no necesita comentario.)
—¿Perdón?
—¡Sinvergüenzas! Yo os había pedido un teléfono móvil, y no una puta lata de paté...
—¿Cómo ha dicho?
—Que me han enviado una putalatadepaté...
—Un momento, señor, apunto entonces que la lata de paté no es de su agrado...
—Pero... qué agrado ni qué niño muerto; yo esperaba un teléfono móvil...
—¿Quiere hacer el pedido de un teléfono móvil? Correcto. Me tiene que dar usted su número de cliente.
—YO YA PEDÍ EL TELÉFONO MÓVIL.
—El número de cliente, por favor...
Tomás Dante que hace honor a su apellido y le da el número.
—Le tomo nota de su pedido, señor Danti.
—¡Dante! ¡Es Dante!
—Le tomo nota de su pedido, señor Dante. Buenos días.
El sonido de la comunicación ya interrumpida le llega a Tomás como el eco de un sueño, de uno desconcertante.
Contempla una vez más la lata de paté. Al menos tiene buena pinta: paté au canard, lee sin tener ni idea de francés. Y la lata es de las grandes. De hecho, no había llegado a imaginar que pudiesen tener ese tamaño. La coge para buscar alguna nota de su peso: un kilo. Es mucho—piensa.—si el paté es bueno, tampoco sería tan mala cosa. Puede que hasta me haya salido barato...
Tres días; eso fue lo que le duró a Dante la lata de paté au canard. Tiempo que nos permite constatar la gula del interfecto teniendo en cuenta que se trataba de una lata de un kilo, y que tal ingestión no sustituyó a ninguna de las comidas principales.
Había recibido un nuevo aviso de entrega; en la nota, que había vuelto a dejar en la mesilla de la entrada, se especificaba que se trataba de un teléfono móvil y de un pedido nuevo. Hecho éste que hubiese disgustado a T.D. de no ser porque la devolución de la lata de paté y su posterior intercambio por el móvil inicial ya le hubiera resultado del todo imposible.
Espera sin llegar a desesperar porque, a la hora prevista, el repartidor llama al timbre y le entrega la caja de treinta por cincuenta sin ningún signo exterior que delate su contenido.
Tomás firma el albarán de entrega sin siquiera mirar al chico del reparto. Sus ojos están clavados en la caja de cartón tratando de traspasarla como si del mismo supermán se tratara. Después la palpa, la agarra y la agita. Sólo escucha un sonido hueco que pudiera ser cualquier cosa. Cualquier cosa... el pensamiento va acompañado de una rápida pero intensa descarga de endorfinas.
Un pingüino... ésa fue la cosa cualquiera; ése fue el contenido de la caja de cartón que supuestamente había de contener el teléfono móvil cuyo anuncio había cautivado en su día a Tomás Dante.
Un pingüino con toda su diéresis y tallado en madera, coloreado de negros y grises. Un pingüino del tamaño de una ardilla, algo orondo y con cierto descuido en las proporciones más o menos intencionado para provocar cierta risa...
Risa que no aparece en el rostro de Dante que, en un primer momento, parece inclinado a repetir pasadas maldiciones pero que después reconsidera el tema y empieza a razonar que, si bien no se va a poder comerse al pingüino, por otro lado se trata de algo más permanente que el paté (esto último lo piensa mientras empieza a buscar un lugar para el pájaro bobo: quizás la repisa de detrás de la tele)
En esta ocasión no llama de inmediato a la teletienda local, sino que deja pasar un par de días. Días que consume en quehaceres varios de ocioso que vive de las cuantiosas rentas de los Dante y, cómo no, en la deleitada contemplación del inesperado trofeo al que, en momentos de cierto delirio, llega a creer una rara y única pieza de museo que por obra del azar y de los envíos de la teletienda local, habita su casa como quizás lo hagan también los fantasmas de los Dante.
Transcurridos dos días decide llamar al teléfono subrayado ya en su agenda personal. Mientras marca los números contempla al pingüino encima de la repisa (orondos los dos en mimetismo imposible de probar). Sonríe (ahora sí) mientras piensa que, a estas alturas, la lata de paté ya estaría casi acabada.
Se repite el mismo proceso de la llamada anterior hasta que...
—¿Teletienda, dígame?
—Verá, señorita, querría reclamar—Tomás que duda por unos segundos mientras contempla, cómo no, al pingüino—no... para qué. Quisiera pedir un teléfono móvil.
—Le tomo nota...

La espera del siguiente envío de la teletienda se le hizo más larga todavía a Tomás Dante, y es que estaba deseando saber qué es lo que le habían enviado esa vez.
Cuando llegó el paquete de turno se encontró, al abrirlo, con las obras completas de John Kennedy Toole. En un principio torció el gesto, y más cuando comprobó que tales obras completas constaban de tan sólo dos volúmenes. Pensó que la obra de cualquier escritor era un buen regalo para todo un Dante, aún uno menor como él, pero lamentó que el escritor en cuestión hubiese escrito tan sólo dos libros, que dejaban lo de las obras completas un tanto deslucido.
Si al menos hubiesen sido las de Balzac—pensó mientras hojeaba la Biblia de Neón con cierta desgana...
Pero pronto superó esa fase inicial de desencanto y reconoció que, al fin y al cabo se había visto sorprendido una vez más.
Y es que Tomás Dante se estaba enganchando a los envíos que la teletienda local le servía puntualmente en su domicilio. Como pasa con la droga dura, pronto quiso aumentar la dosis y, en su siguiente llamada al teléfono favorito de su agenda, hizo dos pedidos de, claro, dos teléfonos móviles.
Unos auriculares inalámbricos, unos patines (con protectores incluidos), un saco de dormir de Winnie the Pooh, dos cedés de los Gomaespuma, una diana electrónica dentro de un original y atractivo armario de madera y un tablero de ajedrez con las piezas talladas a mano fueron algunos de los envíos recibidos por Tomás Dante durante los siguientes días, con mayor o menor deleite por parte del protagonista de la historia sin que, cuando se vio ligeramente desilusionado por alguno de los objetos, disminuyese lo más mínimo su interés por los paquetes de la teletienda local.
Además—pensó una tarde cualquiera—todavía puedo presumir de poder vivir sin necesidad de teléfono móvil.
Una vez pensado eso, se sintió tan complacido que decidió hacer hasta tres pedidos de golpe.

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jueves, 17 de abril de 2008

Desde Santiago, Chile: "Compulsión", por Agustín Toro Solís de Ovando

El resplandor del sol de mediodía inundaba el dormitorio cuando Lorenzo despertó sobresaltado y sudoroso, con el presentimiento de que ese día le pasaría algo inesperado. Se puso la bata y fue a la cocina, necesitaba tomar un café para despabilarse. Por suerte, ya había terminado con los rituales que lo exasperaban y que mortificaban tanto a los demás; de un tiempo a esa parte, sus acciones repetitivas habían quedado de lado.
De manera inusitada, mientras degustaba el café, penetraron en su mente inquietantes añoranzas. Surcaban atisbos de algunos aspectos reveladores de su vida, como si fuesen narrados por un tercero ajeno a él pero que, por paradójico que pareciera, al mismo tiempo también era parte de él mismo. Como una regresión o un racconto de sus experiencias, los instantes temporales se entrecruzaron, formando una amalgama singular de emociones y sensaciones. No era nada nuevo para él, sin embargo, lo diferente y aterrador de aquella extraña sensación no eran las remembranzas sino la irrupción de un irresistible daimon, inefable y etéreo, ajeno a él, que actuaba de maestro de ceremonias en su mente, dando los sucesivos pases para la entrada pautada de recuerdos y fugaces visiones de futuras actitudes y actividades. Se estremeció al intuir que el ensueño podía ser premonitorio, sacándolo de quicio o, con suerte, volverlo a éste definitivamente, en un futuro cercano
Al beber de su ya frío café, se produjo un quiebre en su proceso evocativo, y se calmó. Vivía sereno y de manera normal pero sabía que si escarbaba un poco en su interior emergería la pulsión. Ésta tenía consecuencias en sus afectos como también en sus motivaciones, alterando de manera apreciable su mentalidad, y en ocasiones hasta su personalidad. Pero el mayor cambio se producía en sus estados afectivos de placer que se expresaban a través de la libido, o en los momentos de dolor, donde irrumpía su agresividad latente. Había tratado de sublimar, manejar o suprimir definitivamente las pulsiones, mas no le fue posible hacerlo del todo. Sobre él siempre pendía el temor de hundirse en estados malsanos; por suerte, no había caído en agresiones extremas, o en marcadas conductas antisociales. Sólo su vida amorosa había sido bastante intensa, por decir lo menos, desde ribetes tragicómicos hasta los netamente infaustos.
De pronto sonó el timbre del teléfono; quiso cogerlo pero se paralizó. No quería hablar con nadie, menos con Catalina, su actual pareja. Vaciló unos segundos, pocos instantes, pero semejaron una eternidad. Alzó el auricular y escuchó:
-Lorenzo, soy Catalina, ¿cómo estás? Al parecer no muy bien, pues estás temeroso de responder. Háblame –le dijo, con su voz ronca, seductora.
-Te escucho. No quería contestar, deseo estar solo.
-Había pensado pasar más tarde por allí, pero si no quieres, no voy.
Lorenzo conocía bien ese tono. Quería engatusarlo.
-No, no es eso, es que necesito tranquilidad.
-Quisiera verte esta noche, tendrás el resto del día par calmarte. Deseo estar contigo...
-Está bien Catalina, te espero entonces.
-Percibo que te sucede algo extraño, sé que no te gusta hablar de esas cosas por teléfono; después me cuentas. –Catalina se despidió enviándole un beso que sonó como un pequeño chasquido.
Lorenzo escuchó sus últimas palabras con el auricular pegado a la oreja, su voz siempre le infundía ánimo, seguridad, sobre todo cuando él dudaba de sí mismo. Sabía que ella quería hacerse indispensable en su vida, y también que le gustaba resaltarlo sutilmente cada vez que podía. El extraño ente ya le había advertido de esta dependencia psicológica, mostrándole diferentes escenas donde él salía mal parado; quiso picanear su orgullo e inculcó en su mente que esto no podía seguir. Tácitamente le planteaba una disyuntiva: ella o su alter ego.
Catalina creía que lo conocía de memoria, además, sentía algo por él; lo apreciaba y jamás lo juzgaba. Sus opiniones no connotaban juicios de valor, y si los tenía, ellos eran siempre positivos, ya que en muchos aspectos él era su obra. Sobre todo como el temerario ejecutor voluntario de sus ideas. La autoría y creatividad intelectual de las ideas y de la mayoría de sus actos eran inspiradas por ella, mediante diferentes manipulaciones, estratagemas, arrumacos y relaciones ardientes. Lorenzo lo comprendía, pero el beneficio obtenido era mayor que el costo de realizar los requerimientos de Catalina. En el fondo era lo que deseaba hacer, y aceptaba sin discusión algunas de las reglas de juego impuestas por ella. Jugaban en serio, de manera agonal, pero aquello era tan sólo un juego.
¿Qué era Catalina para él en esos momentos, que ni él mismo lo tenía claro? ¿Por cuánto tiempo más la consideraría como su pareja? Ella y sus múltiples facetas reunían todas las contradicciones posibles de imaginar en una sola persona. Difícil saberlo, pero ese día estaba más cerca que lejos. No la veía en una relación larga. Su alter ego ya había dado su parecer. Era poco lo que Catalina contaba acerca de sí misma, todo en ella era un misterio. En muchos aspectos la parte dominante la ejercía ella.
Catalina poseía una absoluta falta de conciencia. Era incapaz de sentir culpa; presentaba clara evidencia de inexpresividad emocional y cualquiera que estuviese a su alcance era alcanzado por las secuelas de su comportamiento antisocial y agresivo. Su marcado narcisismo afloraba sus atributos autoritarios, haciendo uso de los que la trataban.
Seguían juntos porque se utilizaban mutuamente y no se exigían mucho, excepto en los episodios maníacos de Catalina, durante los cuales su apego a Lorenzo se tornaba extremo; se volvía obsesiva, y su insistencia por saber dónde estaba, qué hacía o cuando se verían resultaba insoportable. Por otro lado, Lorenzo había aprendido que tampoco convenía frenarla demasiado durante sus estados eufóricos; incluso en los depresivos, había aprendido sólo a desviarla del conflicto. Una vez tuvo que sujetarla para que no hiriera a un hombre que la molestaba en el pub y, en otra ocasión, para que no destrozase el mobiliario de un bar. Catalina se excitaba engatusando tíos para robarles, dejándolos golpeados.
Aquello redundaba en compensación para Lorenzo, actuaba como afrodisíaco y disparaba su adrenalina. Catalina se convertía en una ninfómana después de cada episodio eufórico, su pasión alcanzaba ribetes desenfrenados; el sexo era lo que los unía y se buscaban para consumar incesantemente sus deseos en orgasmos interminables. Un lazo que los ataba y que no tenía nada que ver con el amor, ni provenía del afecto, nacía de las carencias individuales de cada uno, las que al unirse se complementaban de la misma forma como cuando se entregaban uno al otro con prolongada pasión.
Pero también tenían largas horas de conversación e intercambio de ideas para hablar de sus correrías. Las dudas iniciales y las culpas eran borradas de una plumada por un gesto, una palabra o una caricia de Catalina. Ella disfrutaba siendo el avatar de Lorenzo en las incursiones hacia su mundo subterráneo de instinto desmesurado, y de pasiones liberadas. No soportaba prohibiciones o imposiciones, ya fuesen físicas, psicológicas o sexuales, y le molestaba que él no acogiera sus proposiciones. Argumentaba tan racionalmente lo ilógico, con la increíble seguridad que sólo un agudo trastorno de personalidad podía dar, que cualquiera caía cual niño imberbe ante sus creencias sin argumento. Lo que ella afirmaba, lo hacía vivir muchas veces en el mundo de los sueños. Luego, al estar solo, recapitulando lo conversado con ella, Lorenzo se dada cuenta de que la dialéctica de Catalina utilizaba todo resquicio y subterfugio argumental para ganar una discusión o convencer. Era evidente que ella tenía dotes innatas de liderazgo
Durmió hasta que sintió el timbre. Abrió la puerta y la abrazó aspirando su fino perfume, recorriendo su cuerpo con sus manos a través del suave vestido negro. Catalina era bella, misteriosa e insondable en su mundo interior; no así con su cuerpo, que entregaba sin remilgos, llevando muchas veces ella misma la parte activa. Lorenzo tomó con suavidad y firmeza a Catalina en brazos y la llevó al dormitorio. La depositó sobre la cama, acariciándola donde a ella le gustaba. Al principio Catalina sólo se dejó estar, pero luego comenzó a reaccionar. Sus caricias se volvieron más toscas, con una expresión de pasión pura, sin refinamiento alguno. Su implacable abrazo buscaba afanosamente fundirse en él.
Por breves instantes Lorenzo se desconcentró y recordó aquellos cuadros surrealistas de las vaginas devoradoras, como mandíbulas de cocodrilo. Al pensarlo no pudo dejar de sentir un pequeño cosquilleo en el cuello, pero luego lo olvidó, y siguió con aquella danza exuberante y con tempos in crescendo hasta el final. La miró, y ella seguía con los ojos cerrados y la boca entreabierta, respirando agitadamente, aunque ya estaba en reposo. Él odiaba lo grotesco, amaba el goce sensual y se deleitaba con el cuerpo femenino, su piel, sus olores. El acto era un arte, la ejecución de una sinfonía que requería sus tempos precisos y la ambientación adecuada, y éste había sido sólo una vulgar y brutal follada. Un mero revolcón y no una de sus placenteras relaciones sexuales habituales.
Catalina seguía recostada con la cabeza hacia el cielo. Ahora sus ojos estaban entornados. Su respiración ya era normal y estaba laxa, muy relajada, como si luego de la catarsis pasional le hubiese sobrevenido una serenidad completa. Acercó su cara a la de ella y le dio un beso en la boca. Apenas reaccionó. Mantuvo igual sus labios entreabiertos, pero no movió ni un solo músculo; se limitó a recibir el fugaz beso. Lo miró fijamente con los ojos muy abiertos. Lorenzo no supo si esa mirada era de cariño, agradecimiento, compañerismo o simplemente de fastidio o molestia. Dificultaba discernir bien el hecho de que en Catalina los estados emocionales no afloraban sino que se mantenían neutros, tanto por fuera, como por dentro. Eso lo sabía ella y nadie más. Su rostro era casi una esfinge. Catalina siguió así unos minutos más y luego, prestamente, se incorporó de la cama y se puso una camiseta.
-Hoy sentí un placer enorme... debo estar muy sensitiva. ¿Podrías traerme un trago?
Nunca sabía bien como tomarla; muchas veces, lo desconcertaba por completo y se quedaba sin respuesta. Catalina inspiraba miedo, literalmente, pero con ella sabía a qué atenerse, pues ambos estaban conscientes del juego que jugaban, sólo había que esperar el momento de la estocada final que pusiera fin a la parodia romántica.
Lorenzo le alcanzó el trago y suavemente la llevó al largo sofá de la sala. Se tendió en él y recostó su cabeza en uno de los brazos del mueble; Catalina se acomodó a un lado.
-Lorenzo, pensé que te sucedía algo pero te veo muy tranquilo, y con una serenidad que no te conocía.
- ¿Quién te dijo que estaba preocupado? Tú lo interpretaste así.
-Te conozco ¿Qué sucedió? me pareciste acongojado –dijo Catalina mirándolo con fijeza.
Era su turno. Pensaba aceleradamente qué es lo que convenía más ahora; si contarle la parte del temor por lo desconocido, o confesarle que había tocado fondo en sus miedos al ver a su alter ego incorpóreo. Éste había liberado a su actual personalidad, la autoafirmativa, pero existía también el peligro inminente de que lo pudiese guiar hacia la templanza o hacia la desmesura, tal como hacían los diferentes antiguos dáimones. ¿Sería un doctor Jekyll o un Mr. Hyde? No le importaba ya que se sentía protegido, como nunca antes lo había estado. En la primera opción ella seguiría siendo la directora de orquesta y, seguramente, propondría una actividad bastante expuesta para relajarse. Porque así resaltaría su competencia en estas materias. O bien, en la segunda opción, conversaría, indagaría más y verificaría insistentemente si era cierto lo que le estaba diciendo. Se vislumbraba como una pelea segura, porque ella vería en peligro su liderazgo. Decidió seguir sus impulsos, y partir cautamente para continuar de acuerdo al terreno que se fuera dando:
–Catalina, desperté a mediodía y apareció un personaje abstracto, que era otro yo. Lo llamé mi álter ego. Aunque en realidad estaba dentro de mí. Me conminaba al recuerdo selectivo de ciertos pasajes no muy gratos de mi vida. No fue placentero. Era imposible dominarlo, parecía tener vida autónoma, y total control sobre mi mente –explicó Lorenzo de manera tranquila.
–¡Joder! No te entiendo. ¿Estabas todavía en estado de vigilia o delirabas? ¿Qué pasó con él, te cambió en algo? –preguntó ella algo molesta por lo vago del comentario.
–Estaba muy despierto y lúcido. Posteriormente, tal como irrumpió, desapareció súbitamente sin que yo hiciese nada para ello. Quedé helado. En un principio creí tener ideas delirantes, pero todo era lógico y real. Él también lo era, por lo menos para mí. Aunque fuere ficticio, era un ente de mi conciencia –agregó Lorenzo.
Catalina decidió cambiar de tema pues no serviría de nada seguir por ese rumbo. Lorenzo no contaría más, lo conocía. Por ello, una vez acomodados en el sofá de la estancia, empezaron a conversar. La voz de ella tenía un tono diferente al normal, un timbre imperceptiblemente inseguro. Era su estado de ánimo el que afloraba por la voz, como una corriente interna proveniente de las mismas entrañas, presentía algo. No la sentía segura, y Lorenzo sabía que no se atrevía a ser cortante como antes.
Durante un tiempo llegó a creer ilusoriamente que Catalina y él eran como Juan de Panomia, el hereje, y Aureliano, el teólogo, quienes luego de pelear durante toda su vida, se dieron cuenta en el Paraíso que ambos tenían la misma alma. Ésta habitaba en dos cuerpos diferentes. Pero ellos vivían una realidad que muchas veces superaba a la ficción, y la literatura quedaba fuera de ella.
No tenía nada en común con Catalina. Un colofón decisivo para Lorenzo. En esos momentos percibió claramente la brecha existente entre ambos y que él no ganaba tanto con esta relación como había supuesto. En cambio, había descubierto nuevas oportunidades con su daimon, una inmensidad de mundos posibles y de acciones por realizar. Él sí lo comprendía y lo apoyaría para superar sus aspectos deficitarios.
Entonces, ¿para qué necesitaba a Catalina?. Ella trataba de manejar las situaciones con sus locuras, y a veces ella misma era incontrolable. En cambio, su nuevo guía interior le ayudaría a desenvolverse ante cualquier adversidad. Podría adoptar múltiples personalidades sin que se desintegrase su mente, y su temperamento estaría asegurado con él.
Una siniestra idea cruzó por su mente: ¿por qué no le aplicaba la misma técnica que ella tanto ayudó a perfeccionar en sus conquistas y abandonos? ¿Cómo reaccionará la dama de fríos sentimientos, pero de sangre caliente, ante esta situación inesperada? Decidió que sería bueno darle a beber de su propia medicina, dar el término definitivo a la relación, de manera sorpresiva. Se sentía seguro de sí mismo, y sabía que controlaba la situación.
-Para ser franco contigo Catalina, deseo hacer otras cosas en las cuales tú no estás incluida. Ya se nos pasó nuestro cuarto de hora, y es tiempo de tomar rumbos separados. ¿No crees? - le dijo con frialdad. .
Se produjo un silencio total en la sala. Lorenzo prosiguió en el mismo tono:
-Me gustaría que nos recordáramos como hemos sido hasta ahora. Hay muchos momentos gratos que los hemos disfrutado a fondo. Mas ya es hora de separarnos. Creo que estoy siendo muy honesto contigo, tal como estoy cierto lo serías tú en caso contrario, ¿no?
La miró atentamente para captar su impresión hasta el mínimo detalle, pero ella como siempre hacía, fingió no escuchar bien. Su objetivo era desviar el tema hacia un terreno más conveniente.
–Lorenzo, amoroso, ¿me traerías otro trago por favor?. Luego hablaremos del panorama para esta noche. Hay una gran fiesta en ese nuevo Pub ¿En qué auto prefieres ir, en el mío o en el tuyo? –comentó, alegre y distendida.
–Catalina parece que no me entendiste. O, simplemente, no me quieres entender –contestó Lorenzo elevando el tono. –Yo no voy a ninguna parte esta noche, me quedaré aquí, solo.
Insensible, esta vez quiso ser más preciso y no dejar lugar a dudas. No transaría en nada. Sabía que estaba manejando los hilos, y removía los sentimientos más recónditos de Catalina.
- Hemos terminado nuestra relación, cualquiera que esta haya sido. Quiero hacer nuevas cosas. Y, entiéndeme, esas nuevas cosas no te conciernen. Son solamente mías- finalizó Lorenzo.
–No puedo creer lo que me estas diciendo Lorenzo. Me das pena, pobre y triste hombrecito. Si no fuera por mí estarías encerrado en un sanatorio o en la cárcel, por maldito –replicó con rabia creciente.
– ¡Tú sabías que en cualquier momento sucedería, serías tú o yo!
– ¡Mira cómo has sacado las garras, cachorrito! ¿Qué pretendes hacer? Tú estas en deuda conmigo. Esto se acaba cuando yo, entiéndelo bien, perdedor de mierda, cuando yo lo diga, no antes ni después. ¡Yo soy quien da el toque final de la campana! –vociferó Catalina, casi fuera de sí.
El tono de voz iba subiendo a cada momento. Ya gritaba como histérica. ¡Quién lo diría! Catalina, la inconmovible, actuando exactamente igual que esas pequeñas burguesas despechadas. Parecía cómico y absurdo ya que lo que ella pretendía no era a Lorenzo, ni tampoco su amor, sino recuperar su ego; su lastimado y siempre acorazado ego. Éste había sido traspasado por una certera flecha. Y no lo podía soportar. De inmediato desarrolló sus defensas de personalidad trastornada. Lorenzo tendría que actuar rápidamente para que la situación no pasara a mayores. Quiso dar el remache definitivo. Así que recurriendo a toda su calma, nuevamente le repitió, esta vez con un tono casi sarcástico, que todo terminaba ahí y que por favor quedaran bien así. Le aconsejó que mejor fuera sola a la fiesta o a su casa. El se quedaba allí.
De repente, Catalina cambió de actitud; se puso de pie con inusitada premura, fue al dormitorio y se vistió. Buscó su cartera, y luego pasó al baño para peinarse y arreglar su maquillaje. También dio una jalada, siempre guardaba algo de cocaína entre sus cosméticos. Luego, pintada y más o menos arreglada, se dirigió hacia la puerta y la abrió bruscamente. Cerró dando un fuerte portazo.
Lorenzo estaba rendido. Física y emocionalmente agotado. Las experiencias de la tarde, la relación recién iniciada la noche, y esa pelea al final, había terminado de rematarlo. Decidió estirar algo la cama revuelta, y apagar la luz para dormir, pero no logró conciliar sueño. La escena del quiebre le rondaba la mente. ¿Qué haría Catalina? De seguro que tomaría otra pareja y lo sumergiría en un submundo, del cual no podría salir. Él había sido más listo y actuó primero…¿Qué le hubiese pasado después? Estaba listo para emprender nuevos rumbos, quizá en algunos momentos recordaría a la Catalina de los buenos tiempos. Para él y su sosias interno, el futuro era promisorio.
Catalina estaba sentada en la barra del exclusivo pub Éxtasis, lucía radiante, su vestimenta provocativa daba cuenta de sus atractivos, y ella sabía que más de alguien la miraba. Esperó a que uno se acercase y le allanó el camino. Poco después salían abrazados.
Lorenzo empezó a frecuentar los lugares que había abandonado por estar con Catalina. Los demás lo veían pletórico de vida, feliz y muy seguro, y si en algún lado se encontraba con Catalina, cosa no muy frecuente pues no solían visitar los mismos sitios, la evadía. Y ella no hacía gesto de acercamiento. Sólo sonreía y coqueteaba con su nueva pareja, que sólo tenía ojos para ella.
En las mañanas Lorenzo mantenía frecuentes conversaciones con su álter ego. Sus evocaciones ya no prevalecían sino que importaba más el incansable monólogo del daimon, donde le entregaba sus instrucciones sobre qué hacer y cómo debía proceder. El ente había reemplazado a Catalina en su función motriz y cada día hacía notar más su ascendencia sobre él, no admitiendo replica alguna. Era notoria su transformación en un dysdáimon, que paulatinamente impulsaba a Lorenzo hacia el mal. Insinuaba que Catalina lo acechaba y que pronto llevaría a cabo su venganza; lo repetía majaderamente. Lorenzo tenía que anticiparse, tal como lo hizo al romper con ella, mas esta vez la estocada debía ser profunda, letal. No podía dejarle espacio para ningún movimiento, costase lo que costase. Se precisaba una celada bien planificada y llevada a cabo con meticulosidad; sería su jugada maestra, su última partida. Él ya había vivido suficiente, y no tenía mayores alicientes para seguir su anodina vida. Lorenzo terminó aceptando la fuerza de su sino.
Luego de unos meses, Lorenzo llamó a Catalina en un horario inusual, sabiendo que ella no se encontraría en casa. Esperó el tono del buzón para dejarle un mensaje, y con voz estremecida le solicitó ayuda, necesitaba verla con urgencia. Después, colocó una gruesa cuerda en el resistente ducto de la calefacción, hizo un nudo de lazo corredizo y se subió al final de una escalera de mano. Al cabo de unos momentos la pateó, quedando suspendido sólo por la cuerda, el nudo corredizo fue apretando férreamente su garganta, mientras sentía que se ahogaba, y Lorenzo supo que ya no podría hacer nada para cambiar la situación.
Catalina encontró el inerme cuerpo de Lorenzo colgando de la cuerda. Se asustó, entró en una crisis de pánico y recurrió a la cocaína para calmarse. Durante horas se quedó contemplándolo, su estado era crepuscular, sin saber qué hacer, tomaba un vaso tras otro de aguardiente, empezó a imaginar que ella lo había matado, no recordaba cómo ni a qué hora había llegado al apartamento ni si había logrado hablar con él, su mente enferma la convenció de haberlo asesinado y que la policía la estaba buscando. El terror se apoderó de ella, prefería morir antes que soportar otra vez el encierro, y después de varias horas de debatirse entre la cordura y sus delirios, el miedo y su profundo sentimiento de culpa, hicieron que bajase apresuradamente las escaleras gritando que había matado a Lorenzo.
El portero escuchó los gritos y vio salir corriendo a Catalina, subió al apartamento de Lorenzo y vio su cuerpo aún colgado; estaba rígido y frío. Esa noche una locutora dio la noticia: un extraño caso de suicidio, en el que una mujer se adjudicaba la autoría. La policía investigaba el suceso...

Agustín es Ingeniero Comercial-Economista, y está iniciándose en el arte de escribir, le pronostico un brillante futuro.
Ha publicado en Revista Crítica.cl , Destiempos.com y ahora en YoEscribo.com.