viernes, 25 de julio de 2008

Creí

Mi espíritu está invadido de cansancio,
parece que se agotan mis anhelos,
tan sólo vivir quiero con calma...
Llenar mi corazón con fiero intento

No logrará volver a mí aquel buen tiempo,
qué más puedo pedir, si mis deseos
no colman mi ambición ni mi conciencia.
Tarde entendí que sólo ser es mi destino,
existir y luego dejar en el intento,
la última fibra de dolor y sufrimiento,
y que otro más venga por mí en mi salvamento.

Dicen que hay uno que logrará y hará el intento
dicen que es el que escucha mis lamentos,
pero yo digo que es el peor de mis tormentos,
porque hace mucho de creer dejé en silencio.

Al caer la noche cuando elevo la mirada,
regadas por doquier veo las estrellas,
pedí deseos para mí siempre incumplidos,
a aquellas que fugaces se clavaban
en el lejano horizonte de mis sueños,
pedí, ¡cuánto pedí! ser escuchada,
deseé creer que se tardaban mis deseos
en la interminable sucesión del infinito

Deseé creer que alguien arriba existía
que al ver mis ojos mostraría la alegría
que de infante me enseñaron como gloria,
y escucharía con amor mis letanías

Mas veo ahora con tristeza y lejanía
que jamás recibiré tal arrebato de armonía,
creo que arriba no hay sino el espacio frío,
mutismo imperturbable, o una utopía,
para nosotros los mortales, el vacío,
la oscuridad, el silencio, y... el final.


B. Miosi

martes, 15 de julio de 2008

De Barcelona, España: "Añoro el fuego", por Montse de Paz

Añoro el fuego. Añoro la guerra. Añoro la tempestad.
Mis días se deslizan como gotas de rocío. Como cuentas de collar que enlaza doce lunas. Iguales, serenos, transparentes.
He regresado al hogar. A la paz, al sosiego. Mis días transcurren en calma, ordenados. Me refugio en el trabajo. Me refugio en el saber. Pero me falta aire.
Vengo a caminar junto al mar. Descalza, piso la arena blanca. Esa arena que contempló tus juegos infantiles, tus primeros escarceos con las olas… Esa arena que ve acostarse el sol sobre las aguas. La que me vio nacer contemplaba su nacimiento. Y ya lo ves. Yo anidé en tu tierra y tú te fuiste lejos de ella.
Regresaste. A tu nueva patria. A tu hogar. A ella… y a ese chiquillo de ojos negros, que tal vez nunca sabrá que no fue hijo del amor.
Camino y dejo que las olas me laven los pies. Mis ojos se pierden en ellas. ¡Ojalá me pudieran lavar la memoria!
Mi vida es serena. Regresé a mi lugar. Al calor de la leña, al refugio del bosque amado, del camino hollado una y mil veces, a mi maestra, a mi hogar.
Pero dentro de mí ruge el recuerdo. Y no puedo olvidar. No puedo… ¡y no quiero!
No quiero, porque vivo de él. De él me alimento, de él respiro, en él me hundo, por él muero…
Añoro los años turbulentos. Años de guerra, de incerteza, de pasión. Añoro la miel y la hiel que me diste a saborear a tu lado. Nunca rechacé el dolor. Pagué gustosa el precio. Aún cuando sabía que no me pertenecías. Ni yo a ti.
Desde el primer día en que me hendiste, desbordando tu vacío sobre mí, abriste un abismo en mis entrañas. Ya nada puede llenarlo. Sólo tú.
Sentada en una roca, lanzo mi súplica a los cielos… Lleváoslo lejos, lejos de mí. Lleváoslo, o traedlo de nuevo.
Añoro el fuego de tu piel. Añoro tus manos, tu boca, tu aliento… el peso de tu cuerpo sobre mí. Ansío ese amor roto, sí, quebrado como una caña, despedazado y sangrante. Pero, aún y así, amor. Lo he querido, aún roto, aún desgajado. Porque es tuyo.
El viento me despeina, y enloquezco por volver a enredar mis dedos en tus cabellos. El mar brama y arrastra mis lamentos sin respuesta. No lloro, grito. Las olas se llevan tu nombre. Tengo sed.
Ese fuego que ardía entre nosotros, ese fuego, era mi hogar. Regresé, pero aún sigo allí. Aún busco calor en el rescoldo de esa hoguera, enterrada en mi fantasía. ¿Lo buscas tú? Ese fuego que nos daba vida, y luz.
¿Era paz lo que buscaba? Ahora no. Ansío la guerra de nuevo, ansío la tormenta desatada que nos perdía a los dos, el ciclón voraz.
Ahora el fuego sigue en mí, latente. Ya no me da calor. Siento frío. Mis días son oscuros, sin color. Pero el fuego sigue. No puedo matarlo. No quiero.
Ya no me da luz. Me quema.

Montse de Paz, joven catalana licenciada en filología inglesa, autora de varias novelas y libros de autoayuda. Su más reciente publicación: “Cómo curar los sentimientos negativos”, un rotundo éxito en las librerías españolas. Próximamente, en octubre, la Editorial Espasa publicará su novela “Estirpe Salvaje”. Más de esta autora: http://leyendobajoelarce.blogspot.com/

Entre dos aguas


De chica, cuando pasaba temporadas en San Pedro de Mala en casa de mi padre, debía comportarme como una japonesa, y eso incluía: comer, vestir, actuar, estudiar y hasta sentir diferente. Trataba de imitar a mis hermanas, hijas de su primer matrimonio. A los japoneses no les gusta demostrar sus sentimientos, esconden tras una sonrisa algunas veces sardónica, la frustración o la tristeza; para ellos es mal visto llorar o demostrar debilidad ante los demás. Tal vez ahora sea diferente, pero en aquel tiempo yo lo percibía así. Recuerdo que cuando tenía cinco años, en cierta ocasión me hice un corte en un dedo con una hojilla de rasurar, y una de mis hermanas mayores me dijo: «¡Ah... no lloras!... Eres valiente». Creo que fue el único cumplido que recibí de ella. Tampoco se nos permitía hacer alarde de nuestro conocimiento o de nuestros bienes, así como de nuestras carencias. En la escuela, los japoneses siempre ocupaban los primeros lugares; el único punto que no importaba que cumpliera a cabalidad, porque yo, por mis rasgos, era considerada por ellos como peruana. El problema se presentaba cuando estudiaba en Lima, allí, por la misma causa, era considerada japonesa, y debía esforzarme siempre por ser una magnífica alumna.

De mi abuela, lo que más recuerdo es que le gustaba abrir la puerta de nuestro dormitorio y preguntar en japonés: ¿Nan shoto, bacatare?, que es como fonéticamente lo evoco. Quiere decir: ¿Qué hacen, malcriadas?, o algo por el estilo. Kioko y yo, sabíamos cuándo ella se acercaba, por su forma peculiar de arrastrar las sayonaras, y solo esperábamos el momento para desternillarnos de risa. Kioko era pequeña, de rostro redondo y rosado, y tenía el cabello cortado como si le hubiesen puesto como molde un tazón en la cabeza. Yo, en cambio, tenía largas trenzas, por ese motivo, los japoneses me decían chola. Lo extraño de esto, es que cuando vivía con mamá, me decían china, aunque fuese japonesa, pero a nadie parecía importarle. Nunca encontré mi lugar apropiado. Aún hoy, vivo en un país que no es el mío, y a veces siento que estoy en el lugar equivocado.

Pero volviendo al pequeño pueblo llamado San Pedro de Mala, que es donde vivía papá, y donde todo tenía ese nombre, nunca olvidaré las tardes en las que junto a Kioko correteaba por los muros de barro seco, ni cuando íbamos al mar y recogíamos gran cantidad de muy-muyes, unos cangrejos en miniatura que llevábamos a casa, con los que la abuela hacía sus extraños preparados culinarios.

Fue en Mala, a los nueve años, cuando tomé gusto por la lectura. Un día, hurgando debajo de la cama de papá, encontré un fabuloso tesoro: una caja llena de libros. Había desde novelas de vaqueros, hasta magníficas novelas de Alejandro Dumás, Julio Verne, Emilio Salgari, Edgar Allan Poe, Agatha Christie. Yo siempre vi a papá leer después de almuerzo echado en su cama, lo que no sabía era de dónde sacaba los libros. A partir de ese día, no me importó más el dilema de saber si estaba o no en el lugar correcto. Me enfrasqué tanto en la lectura que ni siquiera Kioko lograba alejarme de los libros. Recuerdo ahora, que gané el concurso de narración en el colegio: escribí el trabajo de mi hermana, y también el mío. Ella ganó el primer lugar, y yo el segundo. Hace ya muchos años perdí el contacto con Kioko, sé que está viviendo en alguna ciudad de Japón. De aquella familia y de aquel pueblo, sólo ella queda en mis recuerdos como un cálido soplo en el corazón, la única que compartía mis secretos y, a la que creo yo, enseñé también a vivir entre dos aguas. De mí, ella aprendió a llorar, y de ella, yo aprendí a permanecer imperturbable.

B. Miosi

sábado, 5 de julio de 2008

"La búsqueda "en el Muzeum Powstania Warszawskiego

Es el resultado de un largo recorrido, tanto en el tiempo como en experiencias. La vida en la que baso la novela es tan rica como el proceso mismo de su escritura, aprendí que contar y escribir no son lo mismo, que se puede tener una maravillosa historia, pero sin las herramientas necesarias para pasarla a papel, puede diluirse para terminar convirtiéndose en un relato más. Al principio no lo comprendía, sólo tenía intensos deseos de escribir y como dije en alguna entrevista, lo hacía con las entrañas, que es como se escribe al principio. Después de varios años y de varias novelas, apenas empiezo a vislumbrar la verdadera escritura, la que transformará una historia buena en un recordatorio permanente. Es lo que ocurrió con "La búsqueda". No puedo dejar de mencionar a mi querido amigo Fernando Hidalgo Cutillas, a quien conocí a través de Bibliotecas Virtuales, uno de los tantos foros literarios de la red. Él me enseñó a leer entre líneas, a comprender que escribir con palabras bellas no es suficiente, que lo importante es la utilización del lenguaje para trasmitir ideas claras, lógicas y con la suficiente belleza de concepto como para que la lectura no forme arrugas en nuestra mente. Hoy "La búsqueda", una novela que me ha dado tantas satisfacciones, se encuentra ocupando un lugar en el Museo Powstania de Varsovia, en exhibición permanente, y algunos ejemplares en su biblioteca, a disposición de los polacos que hablen español.

viernes, 4 de julio de 2008

La tentación

La lluvia, que retumbaba sobre el techo de zinc de la pequeña casucha a la orilla del camino, hacía difícil escuchar el sonido que emitía un pequeño aparato de radio, tan destartalado como casi todo lo que había en la choza. «Lluvias torrenciales y tarde muy nublada», apenas se podía oír. El hombre que había pedido cobijo dibujó una irónica sonrisa en su rostro macilento y lleno de pelos; una barba que le nacía casi desde el cuello. Afuera el cielo estaba plomizo y la lluvia no parecía amainar. Lo suyo no era el frío. Miró por la rendija una vez más, como si de esa manera el clima se apurase en cambiar, pero no había remedio. Tendría que continuar el viaje, de lo contrario no llegaría a cumplir la misión encargada. Después de las doce todo estaría perdido. Hizo el ademán de levantarse, cuando vio a una muchacha alzar un trapo mil veces sobado, y entrar en la pieza principal. Lanzando un bostezo se estiró toda ella sin percatarse de la presencia del extraño. La vieja que lo había recibido mostró su desdentada sonrisa y se dirigió al forastero.
—Es mi nieta. Se llama Flora —dijo.
—Mucho gusto, señorita Flora —saludó el hombre.
—¿Desde cuando está esperando? ¿Por qué no me avisaste, abuela? —preguntó la joven.
El hombre levantó las cejas.
—Hija, es un caminante que entró debido a la tormenta —aclaró la vieja.
—¡Ah! —exclamó la chica con cierto desencanto. Se ahuecó su abundante cabello de color negro azabache que le caía en cascadas hasta más abajo de los hombros y al acercarse a la estufa, el hombre pudo apreciar a contraluz que debajo del delgado vestido estampado estaba desnuda. Los senos, apenas cubiertos, parecían que iban a salirse en cualquier momento por su provocativo escote y que ella no haría nada para evitarlo.
El forastero retiró con esfuerzo la vista de ellos y trató de posar la mirada en su rostro. Tenía labios carnosos, ojos grandes y oscuros como su pelo, y a pesar de no ser bonita, era una mujer que tenía un atractivo salvaje. Le provocó poseerla ahí mismo, no le importaba si la abuela se escandalizaba. Haciendo un último esfuerzo, trató de mirar a través de la rendija. Cada vez el cielo estaba más oscuro, y la lluvia no dejaba ver más allá de la ranura.
La muchacha le pasó por el lado y él pudo oler el aroma que emanaba de su cuerpo. Era olor a hembra en celo, él lo reconocía muy bien. Ella lo miró, y con una sonrisa le ofreció una taza de té caliente que el hombre tomó de un solo trago, sin quemarse.
—¿Qué haces por aquí? —preguntó con aire de desgano, mientras se sentaba a su lado en un banco, cruzando las piernas. Sus muslos estaban al aire y el forastero sabía que más arriba no tenía nada. Miró su blanca piel con deseo.
—Iba hacia la Hacienda Grande pero mi caballo sufrió un accidente. Creo que tendré que sacrificarlo.
—¡Ah! ¿Sí? —contestó ella— ¿y qué ibas a hacer allá? Esa es gente rica.
—Lo sé —se limitó a decir el hombre. No podía apartar los ojos de sus muslos, nunca había visto piernas tan hermosas, y los senos... pudo apreciar la punta del pezón asomando en el escote, turgente, rosado. Ella dejó las sandalias y quedó descalza. Sintió una erección imposible de disimular. La muchacha se dio cuenta y sonrió, el mohín que hizo con sus labios parecía una invitación. Sacudió la cabeza para llevarse el cabello hacia atrás y se le acercó. El forastero metió sus manos por debajo del vestido y la atrajo hacia él apretándole las nalgas.
—No cobro muy caro —dijo Flora—, ¿vienes?
El hombre respondió con un sonido gutural, agarró la mano que la joven le tendía y fue con ella tras el trapo que hacía de cortina, mientras la vieja enseñaba su desdentada sonrisa. Los gemidos de Flora eran tan fuertes como si la estuviesen desflorando; el hombre no se quedaba atrás. Transcurrió mucho tiempo, tanto, que la vieja se quedó dormida en un rincón sobre una estera. Cuando despertó era de día. Su nieta estaba contando los billetes sobre una mesa que más parecía un banco grande. Había mucho dinero.
—Abuela, maté dos pájaros de un tiro —dijo—, el forastero no llegará a tiempo, y el señorito seguirá con vida. Le hice prometer que no le haría daño. Y antes de partir me dejó todo su dinero.
—Espero que te cases pronto. Dentro de poco seré yo quien parta.
—Me casaré, abuela. No te preocupes. La Hacienda Grande será mía. Afuera salía el sol, los lodazales se iban secando y el forastero, a medio camino de regreso, trataba de hilvanar una razón que dar por la cual no llevó a cabo el cometido. Su jefe se pondría furioso, pero... había valido la pena. No siempre se la pasaba tan bien en el infierno.