lunes, 22 de diciembre de 2008

Un mensaje de Navidad


Queridos amigos:

Abrí este blog en noviembre de 2007, pero fue a partir de la publicación de mi novela La búsqueda, en enero de 2008 cuando empecé a escribir en él. Fue mucho menos complicado de lo que había imaginado, y pronto le tomé gusto. No entro con la frecuencia que quisiera, aún así, he tenido el placer de recibir sus visitas, ha sido una experiencia muy agradable conocer a personas a través del blog, compartir sus respectivos sitios, obtener respuestas a mis planteamientos… en definitiva puedo decir que un blog es una ventana al mundo.

Quería dejar un mensaje de Navidad para todos los que en esta época tan movida tengan tiempo de dar una vuelta por aquí, y agradecer sus comentarios, contribuciones valiosas para que este blog siga existiendo.

Les deseo de todo corazón:

¡Feliz Navidad!

sábado, 13 de diciembre de 2008

Katty

Escuchar el sonido de los pajarillos que hacían de cada madrugada un evento familiar, no restaba el temor de encontrarse en un lugar extraño. Levantarse todos los días cuando la penumbra aún no abandonaba el cielo y sentirse ajeno; ajeno en costumbres, extraño en despertares. ¡Cómo añoraba volverse en la cama y tocar el cuerpo tibio —y a veces demasiado caliente— de su mujer!, gorda ya, a los cincuenta, pero que él veía como cuando por primera vez le abrió la blusa y le subió el sostén porque estaba apurado, porque necesitaba, requería, deseaba, ver cómo eran los senos que lo obsesionaban, de los que sólo podía vislumbrar la punta de los pezones a través de la telas que actuaban como dos murallas infranqueables: la del dichoso sostén que, después se dio cuenta, no sostenía nada, porque sus pechos se alzaban con la misma gracia que dos cúpulas bizantinas; y la de la blusa, siempre cerrada, como si las quisiera resguardar del avance enemigo. Sí, del avance enemigo como el que tarde o temprano habría de enfrentar en aquella guarnición remota.

Dos años destacado con un cuerpo de soldados en un rincón perdido, porque la paga era buena y le habían prometido una jubilación excelente. Donde la única mujer a la vista era la vieja que preparaba los sofritos aderezados con grasa de pollo, a la que él casi se había acostumbrado sin que su estómago se resintiera. La vieja con canas hasta en los bigotes que lo saludaba con un golpe en la mano de su cuchara de palo, enorme y renegrida de tantas malas lavadas, anticipándose a su próximo movimiento: ¡deje eso ahí! Gritaba con su voz gorjeante, parecida a los escasos pajarillos que merodeaban por la colina, buscando quién sabe qué de un terreno yermo con sólo dos árboles vetustos.

Pero esa mañana el cucharón de Katty no salió al encuentro de su mano. La cocina estaba vacía. «La vieja no viene hoy ni mañana», le dijeron. Nadie supo dar más información. Esa noche se revolvió en su colchón pensando en ella, en sus golpes, en su voz atiplada y chillona que parecía desbordarse cuando cantaba y que terminaba en los mentados gorjeos de los que ella parecía enorgullecerse. No notó hasta el tercer día que de veras la extrañaba. No a ella, no. Era la presencia de una mujer, aunque fuese vieja, porque las mujeres tenían su propio modo de hacer las cosas, porque los pasos de una mujer, porque los sonidos de las ollas hechos por una mujer, y los golpes dados por una mujer, no tenían nada que ver con los de un hombre. Y hasta ese momento la presencia de una mujer en el campamento había significado un lazo con todas las demás. Con la suya, la que dormía a su lado y a veces estaba tan caliente que golpeaba su espalda con los talones. La vieja Katty representaba todas las mujeres del mundo, y hacía una semana se había ido y él deseaba tenerla cerca, más que nunca, más que cuando su mujer fue por una semana a casa de su madre. Pero pasaban los días y Katty no regresaba.

Una semana que no dormía, y apenas probaba bocado de las latas que el reemplazo, un tipo flaco y escuálido, se afanaba en abrir como un experto. «Esta es comida saludable, libre de gérmenes» «Estas son albóndigas empacadas al vacío», «en estos lugares debemos cuidarnos...» Más de uno lo mandó a la mierda. ¿A quién le importaba cuidarse en ese agujero? Todos estaban de mal humor, el tipo flaco y escuálido se convirtió en blanco de los insultos que se daban a bocajarro. Antes también se los lanzaban a Katty, pero era divertido. Lo hacían a escondidas o entre dientes, y preferían mil veces las porquerías que lograba condimentar la vieja, al antiséptico contenido de las latas. Todos la querían de regreso pero no lo manifestaban, se presentía en sus gestos, en las miradas a un horizonte plano, sin más árboles que los dos que hacían de quién sabe qué para los pájaros. Y quien esperaba con más ansiedad era él. Sentía que si la vieja Katty no regresaba moriría de mengua. La trataría mejor, haría cumplidos a su comida, le rogaría que gorjease; ¿por qué nadie decía nada? ¿Volvería algún día? Ya las noches no tenían la mansedumbre que precede a la mañana, cuando sabía lo que le esperaba en la cocina. El canto de los pájaros le traía recuerdos de Katty, de sus pasos arrastrando sus sandalias, tan maltratadas como ella, ¿quién era Katty? Por primera vez se hizo la pregunta. ¿De dónde venía?, ¿tendría marido?, ¿hijos?

Ese día, todos se pusieron de acuerdo sin haber hablado. Tácitamente fueron llegando uno a uno al patio y exigieron una explicación: «¿Dónde estaba Katty?» «¡Queremos a Katty!»

«La señora Katty tuvo que ir a acompañar a su marido al hospital. Está tardando en regresar porque él falleció hace dos días. Mañana vuelve»

Silencio absoluto. ¿Katty era una señora? Fue lo primero que le vino a la mente. Era obvio que sí. Miró a los demás y en sus caras descubrió alegría, satisfacción por la respuesta. Todos empezaron a gritar de felicidad. «¡Katty vuelve!» «¡Katty vuelve!», gritaban como locos, y él también lo hacía. ¿Dijeron que mañana? Esa noche sería como las de antes. Casi un preludio amoroso, esperaría la fría madrugada y estaba seguro de que escucharía el horrible gorgojeo que esta vez sonaría a himno.

Mansamente extendió la mano cuando vio a Katty con la cuchara de palo. Ella lo miró con sus ojos como carbones y sonrió con tristeza. No le pegó. Bajó la mirada para ocultar las lágrimas que empezaban a asomar. Él entonces bajó la mano y se acercó a ella. La abrazó. Fuerte, como si quisiera traspasarle todos los abrazos de los hombres, y sintió en sus carnes flojas un cuerpo de mujer. Y Katty, la mujer, la madre, la hija, la esposa, la amante, la prostituta, la joven, la anciana, con el gesto milenario de mujer, le acarició el cabello y lo acunó en sus brazos. De pronto, recobró la compostura, sólo por salvar su honor se alejó de él y le dio un golpe duro, más fuerte que nunca, con la cuchara de palo. Agradecido, él bajó la mirada y se fue con el corazón en su lugar. Sintió que todo era como debía ser.

B. Miosi

miércoles, 10 de diciembre de 2008

De Manuscritos y Escritores

¿Cuál es la mejor forma de presentar un manuscrito a una editorial? La respuesta sería: encuadernado, o personalmente, o enviándolo por correo o por e-mail.

La respuesta correcta es: lo mejor posible.

Un manuscrito es la obra que nos representa. Es significativo cómo la mayoría de las veces se presentan manuscritos inacabados, llevados por la premura en el afán de ser publicados. Yo he incurrido en ello algunas veces, y después, volviendo sobre el trabajo, he encontrado errores imperdonables.

También me asombra la ligereza con la que se usa la palabra escritor. Yo apenas tengo siete años escribiendo, por tanto, siento el título demasiado grande. Tal vez me considero una escribidora. Que significa: «mal escritor o escritora», según el diccionario. Para ser escritor se requiere no sólo tener el don; se precisa el buen uso de la lengua. Saber narrar con exactitud lo que se desea contar. Tener además de imaginación, sentido común para elaborar tramas creíbles. Documentarse tanto como para no pecar de mentiroso, aunque lo que contemos sea una completa mentira, pues las novelas no son sino producto de la imaginación, pero deben parecer tan veraces que hagan pensar que se lee la verdad. Y, sobre todo, saber trasmitir emociones.

El manuscrito no sólo cuenta una historia, también habla de quien lo escribió. No es de extrañar entonces, que muchos sean rechazados antes de concluir el primer capítulo. La primera novela que escribí me pareció digna del Premio Nóbel. No aceptaba de buen grado las críticas, las sentía un oprobio a mi magna obra. Orgullosa, la daba a leer a mi hijo, a mi esposo y también a algunas amigas. Recuerdo que mi hijo me dijo: «mamá, es la mejor novela que he leído». Mi hermana lloraba como una madre cuando comentaba las partes que la habían conmovido, al igual que mi amiga Ana María. Y mi esposo se sintió tan entusiasmado, que pagó la autoedición de la novela. Craso error. Debí hacer caso a la editorial Alfaguara, que me devolvió el manuscrito lleno de anotaciones en rojo, que yo presa de indignación, boté a la basura. Ahora me arrepiento, pues ¡hubiera aprendido tanto leyendo con cuidado las observaciones!

Tiempo después me enteré que no todos tenían ese privilegio, algo debió llamarles la atención de mi novela para darse un trabajo que yo no supe apreciar.

El segundo manuscrito que les presenté —debo aclarar que Alfaguara queda a tres cuadras de mi lugar de trabajo, de ahí que me decidiera por ellos—, tuvo un poco más de suerte, pero no porque estuviera bien escrito, fue por la historia. Terriblemente humana. Esta vez, recibí el manuscrito con todas las anotaciones, y también la carta del evaluador con un comentario tan ácido que aún ahora que lo recuerdo me produce vergüenza. Pero me sirvió mucho. Decía que lo único bueno que había en la novela era la historia, que si corregía las fallas la recomendaban para su publicación. Bueno, era mejor que un «no» rotundo. A partir de ese día dediqué tres años a rescribir la novela, busqué ayuda, absorbí como una esponja los consejos que me daban, y encontré una persona que me hizo abrir los ojos, que por cierto, conocí en un foro literario. Al principio me costó, pero un día sucedió algo asombroso: fue como si se encendiera una luz en mi cerebro. Y algo aprendí.

Siete años después, vuelvo sobre las líneas de mi primera novela, de la que me sentí tan oronda y satisfecha y siento que el rostro me quema. Me siento incapaz de seguir leyendo, pienso, sin embargo, que ese primer trabajo podría tener la finalidad de enseñar cómo no se debe escribir. Sigo pensando que el tema es bueno, pero la calidad literaria es pésima.

¿Cómo se puede mejorar? Escuchando los consejos con atención. Teniendo humildad para aceptar críticas duras, que son las que valen. Los que dicen: «Escribes precioso». «Qué bonito». «Quiero seguir leyendo». Podrán ser buenas personas, pero no ayudan para que uno se supere. En algunos casos, hacen más daño que bien. Aunque reconozco que para el principiante podrían servir de aliciente para seguir escribiendo, contando claro está, con el sentido común de quien desea dedicarse a la escritura. Al final uno mismo se da cuenta qué tan mal escribe.

No puedo terminar esta entrada sin mencionar un factor que considero importante, y que tal vez haya quien considere poco serio: el factor suerte. Que no es otra cosa que la oportunidad: estar en el lugar apropiado, en el momento preciso.

B. Miosi