viernes, 30 de octubre de 2009

Un regalo:

INTRÉPIDO VIENTO CONSOLADOR

Le pregunté al aire, si me oía sollozar, cómplice delator, auguró que sí,
valiente cobarde que disimula, ¡que nadie goce un sufrir!
¡Hay suspiros que os guardo cual tesoro!
Como un loco, y me muero sin vivir, pero no concibo que otras almas,
disfruten mi penar y vivir. Orgullo inmenso, desquiciado,
y que altiva me sostiene en pie, aunque siento mi corazón raspado,
gime, ciento una vez. Intrépida alzo mi cabeza,
¡no me amedrentarás! Aunque no distinga lo que me ciega,
¿quieres por presa mi voluntad? A golpes de lengua me moldearon,
mancillaron mi espíritu sin más, lo que perdí… no lo doy por malo,
y resisto, ¡más! ¡Más! De nuevo resurgida, fulgurante,
canto risueña sin tropezar. Mi madurez,
me hace ¡gloriosa! La experiencia…, recapacitar,
Intrépido viento que consuelas, a mi alma en agónica voz,
y con tus embates me meces en la penumbra,
aunque de frío me hieles, corazón.


Dedicado a Blanca con mucho cariño de Arlette Geneve


Arlette es escritora, ha publicado cinco novelas: Embrujo seductor, La última cita, Mil y una noches de amor, Waterfallcastle y Las espinas del amor. En enero 2010, saldrá El carcelero de Isbiliya, novela que quedó finalista en el Premio Planeta 2008.


¡Gracias, amiga!

sábado, 17 de octubre de 2009

PARAÍSO, B. Miosi

Sentado frente a la ventana, Pedro divisaba con insistencia enfermiza el horizonte. Un camino que se perdía tras las colinas por el que rara vez pasaba un vehículo. El único que llegaba de vez en cuando al pueblo era el que recogía la cosecha de boniato. Los habitantes lo llamaban caserío: el Caserío del Río. Un nombre inventado por Dios sabe quién. Lo cierto era que el río quedaba bastante lejos, y el agua la traían desde allá por una acequia que cruzaba por el centro de las cuatro casas sirviendo de agua y desagüe al mismo tiempo, y cada cual se las apañaba como mejor pudiera para su uso.


Se puso de pie y dejó la ventana, sería otro día más en el que ella no regresaría. Caminó tirando de su vieja mula con pasos lentos y la cabeza gacha. Tantos años siguiendo la misma rutina que los demás ya ni caso le hacían. Había pasado a formar parte del caserío como la acequia o las cochineras. Casi arrastrando los pies se adentró en el bosque, pensando en el tiempo transcurrido. Ella le dijo que volvería y aún no lo había hecho, ¿por qué prometería algo así?, ya ni recordaba bien su rostro. Sólo sensaciones. La suavidad de su piel trigueña, el olor de sus cabellos que se agitaban al viento como el velo de una novia, las florecillas alrededor de su frente; el sonido de las panderetas. Y sus palabras... «Algún día estaremos juntos, mi cielo, debo ir a arreglar unos asuntos, y cuando deje todo en orden regresaré, mi vida.» Y se había ido con el resto de las muchachas que formaban el sainete que pasó por allí hacía tantos años, cuando el caserío tenía quince casas y parecía que seguiría creciendo, pero que después de la malaria se redujo a como era ahora, casi un pueblo fantasma.


Tropezó con una piedra y el trastabillón le hizo llorar. No por el dolor causado en uno de los dedos de sus pies descalzos, ni por la astilla que se clavó en su otro pie. Lloró porque entendía que era un inútil, una piltrafa, un bueno para nada. Porque sospechaba que durante toda su vida se había aferrado a una esperanza ilusa, y que los demás, que no eran mejores que él, lo miraban compasivamente. Incluyendo a su mula, que a través de su vieja mirada de pestañas blancas parecía cómplice de su tristeza. Lloró por estar en ese caserío inmundo, donde todo tenía olor a cloaca y de donde nunca decidió apartarse por esperarla. Pero él sabía que fue un pretexto para no hacer nada, y que había desperdiciado su vida, y que siempre culpó a una mujer que ni se acordaría de su existencia. Ya no tenía memoria de la última vez que fue tratado amablemente. Sólo ella, que lo llevó detrás de las tiendas y le acarició el rostro. Sólo ella, que con un beso en la boca selló su amor y él pensó que ya no había nada mejor que aquello, hasta que la vio quitarse la blusa y ofrecerle su cuerpo.


Se dobló por la fuerte punzada en el pecho, mientras las lágrimas buscaban camino por su rostro curtido de otear el horizonte. Siempre supo la verdad, pero se aferró a su mentira. Agachado, no reparó en una sombra lejana que por momentos cubría la luz del sol que se colaba entre los árboles. Estaba concentrado en acomodar el nudo que últimamente había hecho correr tantas veces, pues en ello le iba la vida. Se limpió la humedad de sus ojos de un manotazo, y con la dificultad que acarreaban sus años, logró lanzar la cuerda y pasarla al otro lado de la rama generosa del árbol que tantas veces acariciara, como ella lo hiciera el lejano día en que por primera vez escuchó los gemidos que quedaron grabados en su alma. Un árbol fuerte, que parecía darle la bienvenida con sus brazos abiertos. Puso la cuerda alrededor de su cuello y azotó con el látigo a la vieja mula que por primera vez se comportó a la altura, pegando un fuerte salto para lanzarse a la carrera, con tan mala suerte que el cuerpo colgado del árbol se lo impidió.


La figura que se acercaba lentamente, titubeante, indecisa, como cuando no se sabe qué hacer ni qué decir en un momento crucial, corrió los últimos metros al percatarse que lo que sus ojos cansados no habían sabido apreciar, era un hombre colgado de un árbol. Haló a la mula que, terca, no quiso moverse ni un centímetro hacia atrás. Se arrodilló, desesperada alzó la vista y gritó: «Pedrito, he vuelto, lo hice por ti». Pedro clavó su mirada en ella con la sombra de la muerte velándole los ojos.

Reconoció en la anciana a la gitana de los besos de fuego, y supo que finalmente había tomado la decisión correcta, sonrió satisfecho, había llegado al paraíso.

B. Miosi

lunes, 12 de octubre de 2009

Hace dos años...


Hace dos años, cuando aún no había publicado mi primera novela, no sabía a lo que me enfrentaba. Hasta ese momento mi única preocupación consistía en escribir. Había empezado ocho años atrás sin intenciones de publicar, como pienso que lo debe hacer la mayoría de aficionados. Mi novela El pacto fue una coedición regalo de mi esposo, pues según él la novela le había encantado, y al ver un anuncio en una revista: «¿Quiere publicar su manuscrito?» Pensó que sería buena idea ver mi novela en forma de libro.

Después de aquella experiencia y de varias novelas escritas, empecé a averiguar, y comprendí que para ser considerada una escritora debía pasar por la criba de una editorial regular, de aquellas que no cobran por editar. Consulté el directorio telefónico y me fijé en la Editorial Alfaguara; quedaba cerca de mi lugar de trabajo y más por ese motivo que por cualquier otro les llevé mi segunda novela: «La búsqueda».

Casi un mes después llamé por teléfono y la Directora de Publicaciones para Adultos dijo que deseaba hablar conmigo. Fui a la hora acordada con toda la ilusión del mundo, y en efecto, me atendió con gentileza, fue tan amable, que me dijo que mi novela les había interesado, pero que necesitaba que le hiciera algunos arreglos:

«Blanca, la historia es muy interesante, y voy a hacer algo que no se acostumbra: te entrego la carta de los evaluadores (que fueron dos); sé que es un poco contradictoria, pero léela y toma en cuenta sus indicaciones, pues valen la pena».

¿Y cuáles fueron aquellas sugerencias?

Básicamente la carta decía que la novela era interesante desde el principio hasta el final, pero que la autora (o sea yo), carecía del conocimiento de la lengua castellana. Que parecía que la novela hubiera sido escrita por una persona cuya lengua materna no era el español, que abusaba de la falta de sintaxis, y que algunas ideas carecían de concordancia. La carta también se refería a que yo era una narradora omnisciente, que todo lo sabía, que todo lo explicaba, y que el libro estaba plagado de mis opiniones. Sin embargo, que si lograba corregir estos errores, ellos se inclinaban por aconsejar su publicación, porque la historia era original, convincente y comercial.

Como podrán suponer, yo me sentía entre el cielo y la tierra. De aquello hace ya cinco años.

Me propuse cultivarme. Debía aprender a escribir, a expresar exactamente lo que deseaba que el lector comprendiera, a dejar de explicar todo como si lo que yo escribiese estuviera dirigido a un público retrasado mental. Comprendí que existe una técnica, y que sin ella, tendría muy poca, por no decir ninguna posibilidad de publicar. Así, rescribí la novela tres veces. En la última adopté el modo de primera persona, porque me pareció que podría darle mayor contundencia al personaje principal.
Soy una persona que trabaja tiempo completo, la escritura para mí era y sigue siendo una pasión, pero al fin y al cabo un hobby. No vivo de ella y creo que estoy lejos de hacerlo, de manera que asistir a cursos literarios era para mí bastante dificultoso, además de oneroso.

Indagué en Internet y encontré esos sitios maravillosos llamados Foros Literarios. Recuerdo que llegué a Bibliotecas Virtuales y me di con la sorpresa de saber que había muchos otros que al igual que yo, estaban en el mismo camino y con las mismas inquietudes, aunque reconozco que mis conocimientos eran inferiores. Empecé a escribir cuentos, para poder participar y ser comentada por aquellos que más sabían, y fue así que aprendí a “leer”.

Ya he comentado en anteriores entradas que fue gracias a una persona que conocí en Bibliotecas Virtuales, que accedió a leer la última versión de mi manuscrito que logré aprender a escribir con cierta propiedad. Fue un año dedicado a la corrección de La búsqueda, un trabajo arduo en todo sentido, pero al mismo tiempo placentero, pues poco a poco veía que mi novela cobraba forma, empezaba a tener estilo, sus páginas se iban embelleciendo, al tiempo que yo iba creciendo como escritora.

Al finalizar, sabía mucho más acerca del mundo editorial. En Venezuela hay varias representantes de editoriales conocidas, como Ediciones B, Alfaguara, Norma, Planeta, pero el mercado es exiguo. Fue el motivo por el que decidí incursionar en el mercado español. No me arrepiento haberlo hecho, pues para cualquier escritor empezar en España es todo un reto.

Todo fue relativamente sencillo: Presenté la novela a Editorial Roca en abril de 2007 y en un lapso de quince días tenía respuesta afirmativa. Finalmente La búsqueda se publicó en enero de 2008.

Durante los años 2007 y 2008 corregí mi siguiente novela: El legado. Ya tenía las herramientas necesarias para hacerlo; había aprendido con La búsqueda, y sabía, además, que debía hacer un esfuerzo por superarla. No sé si lo logré, pero creo que el resultado fue bastante atractivo, pues conseguí que me representase una agencia literaria. Gracias a ella El legado está actualmente en librerías, editada por la Editorial Viceversa, y ambas novelas en camino a la Feria del Libro de Francfort, en busca de otras oportunidades. No quiero hacerme muchas expectativas, pues sé que la competencia es muy dura, y yo apenas estoy incursionando en el mundo editorial. Y como siempre digo: un paso a la vez, pero en la dirección correcta.

¿Por qué he dedicado esta entrada a mis inicios?

Desde que incursiono en Internet, y más ahora que llevo este blog, he conocido a personas maravillosas, que como yo, tienen deseos de publicar. Algunos ya lo han hecho; otros están en camino de hacerlo, pero también hay quienes encuentran más escollos, y a veces hasta percibo cierto desánimo en sus palabras. Para estos últimos va lo siguiente:

Publicar no es imposible. Solo hay que tomar en cuenta tres puntos:

Tener una historia original, esté o no en boga. Me refiero a que algunos escritores temen ser repetitivos porque están en el mercado muchos temas similares al que han escrito. Siempre se puede escribir desde otro punto de vista. Si yo hubiese pensado que ya se ha hablado demasiado de los campos de concentración nazis, jamás hubiese escrito La búsqueda. Se debe creer en lo que se escribe, y buscar la manera más original de hacerlo.

Escribir es un placer. Creo que es un error hacerlo pensando en publicar. Se debe entregar el alma en la obra que estemos haciendo, que cada línea, que cada diálogo, signifique para nosotros una parte de nuestra vida. El que no se emociona cuando escribe, no lo está haciendo a conciencia.

Y el punto más importante: Aprender la técnica. Sin ella no tenemos nada. Se puede escribir una novela de cuatrocientas páginas en cinco meses, pero para que sea digna de ser publicada, el proceso de corrección debe durar el tiempo necesario hasta que nos sintamos convencidos de que la obra esté lista.

Es el respeto que le debemos a las editoriales que arriesgarán su tiempo y dinero en apostar por nosotros, porque con la publicación no termina todo. A partir de allí empieza una etapa en la que entran en juego otros factores que escapan a nuestro esfuerzo. Como me dijo sabiamente mi querida amiga Maribel Romero: “Las obras comienzan a caminar en el mismo instante que pisan una librería, y encuentran su espacio y saben defenderse solas.”

Espero que mis libros contengan un poco de la sangre que corre por mis venas y sepan por alguno de mis ancestros algo de Jiu-Jiutso, para que puedan defenderse.

Y también que esta entrada haya servido de inspiración para los que deseen ir tras su sueño de publicar: es posible, y si yo lo hice, con mayor razón, ustedes también pueden.

B. Miosi

sábado, 3 de octubre de 2009

Antón Chéjov, maestro de los cuentos


Antón Pávlovich Chéjov nació en 1860 en Tangarog, una ciudad a orillas del mar de Azov, donde su padre tenía una tienda de ultramarinos. Su abuelo, que había sido un siervo que logró rescatar su libertad, se apellidaba Chej. A partir de allí el apellido primitivo de la familia se convirtió en Chéjov.

¿Por qué hablo hoy de Chéjov? En realidad tenía que hacerlo desde hace un tiempo.

Los consejos de grandes escritores siempre me remitían a Chéjov: «Lea a Chéjov», era la clave, y aunque yo había leído un par de sus cuentos en
Ciudad Seva, (donde pueden encontrar una veintena de sus cuentos) no lograba dilucidar en qué consistía la perfección de su arte.

Un buen día buscando algo qué leer, me topé con un pequeño libro; pertenecía a una colección de grandes cuentistas, editada por Salvat. Fue una agradable sorpresa conseguir de esa manera los cuentos extraordinarios de Poe, de Bécker y por supuesto, de Chéjov.

Tras un prólogo interesantísimo por medio del cual me enteré un poco acerca de su peculiar vida, leí sus cuentos, no todos, pero creo que los más característicos de su pluma:

La sala número seis, Vecinos, Un asesinato, Ladrones, Cirugía, Kashtanka, La boticaria, Una corista, Zinochka, el camaleón, entre otros. Me perdonan si no pongo los enlaces, pero extraje los títulos del libro, publicado en 1970. Una verdadera delicia.

Se dice de sus cuentos que son pequeñas estampas magistrales de las clases medias y bajas. Y tienen razón lo que así lo afirman. Chéjov fue un maestro de la brevedad: el arte de decir muchas cosas con pocas palabras. Y eso aunque entonces le pagaban por línea —hablo de la época en la que él tenía veintidós años, en 1882— ocho kópeks que luego subieron a doce. Para él la concreción del relato era tan indispensable como la sencillez del estilo: exacto y breve. Empezó a escribir sus relatos a los diecinueve años cuando llegó a Moscú y se matriculó en la Facultad de Medicina; un género poco aceptado en la actualidad entre las editoriales españolas y que sin embargo grandes autores como Kafka, Gustavo Adolfo Bécker, Isaac Bashevis Singer, Hemingway, Raymond Carver, Stephen King, por mencionar unos pocos, llevaron adelante con indiscutible talento.

Volviendo a Chejov, en gran medida a él se debe el relato moderno en el que el efecto depende más del estado de ánimo y del simbolismo que del argumento. Sus narraciones, más que tener un clímax y una resolución, son una disposición temática de impresiones e ideas. Por medio de temas de la vida cotidiana, retrató los caracteres de la vida rusa anterior a la revolución de 1905: las vidas inútiles, tediosas, solitarias y decadentes.

Uno de los cuentos que más me impresionó fue La sala número seis, en realidad una novela corta, pues consta de cincuenta y dos páginas.
El argumento es sencillo: En una pequeña ciudad apartada del resto del mundo hay un hospital al frente del cual se encuentra el doctor Andrei Efímich. En él los enfermos están abandonados, reina la suciedad y la gente desaprensiva hace su agosto. El director Efímich que al principio había tratado de cambiar las cosas, no tardó en convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos. Al chocar con la indiferencia general llegó a la conclusión de que la existencia de semejante hospital era una inmoralidad que él no podía corregir. Se recluyó en sí mismo, en su despacho, en sus libros de historia y filosofía y en la cerveza y el vodka. Y sus frecuentes visitas a la sala número seis. Se hizo tan amigo de un loco que la conversación con él se convirtió cada vez en una necesidad más imperiosa, pues era el único con quien podía tratar de materias elevadas en aquel hospital. Estas visitas lo hacen sospechoso. Su suplente, un individuo sin escrúpulos que ambiciona reemplazarle en la dirección del hospital hace correr la voz de que Andrei Efímich está loco y lo encierra en la sala número seis.

El cuento, que es toda una filosofía de vida, está narrado de manera descarnada con el estilo simple y llano pero impecable de Chéjov. ¿Cómo terminó el director del hospital siendo uno más de los pacientes? Es un pasaje realmente digno de leerse:

“Andrei Efímich lo comprendió todo; sin decir una palabra se trasladó al camastro que Nikita le indicaba y se sentó en él. Al ver que el guardián seguía ante él esperándolo, se desnudó por completo y le invadió una sensación de vergüenza. Luego se puso la ropa del hospital; los calzoncillos le estaban cortos, y la camisa, larga; la bata olía a pescado ahumado.
—Dios querrá que recobre la salud —repitió Nikita.

Recogió la ropa de Andrei Efímich, salió y cerró la puerta tras él.

«Es lo mismo... —pensó Andrei Efímich, envolviéndose avergonzado en la bata y advirtiendo que con su nueva indumentaria ofrecía el aspecto de un preso—. Es lo mismo... Da igual un frac que un uniforme o que esta bata...»

Pero ¿y el reloj? ¿Y el cuaderno de notas que guardaba en el bolsillo? ¿Y los cigarrillos? ¿Qué había hecho Nikita con la ropa? Ahora, probablemente no volvería a ponerse un pantalón, un chaleco ni unas botas. Todo esto le parecía tan extraño y hasta incomprensible en un primer momento. Andrei Efímich seguía convencido de que entre la casa de la Vielova y la sala número seis no había diferencia alguna, que en este mundo todo era un absurdo, vanidad de vanidades; pero las manos le temblaban, los pies se le quedaban fríos y le producía horror pensar que Iván Dmitrich se levantaría pronto y le vería con semejante bata. Se puso en pie, dio unas vueltas y se sentó de nuevo.

Así estuvo media hora, una hora. Aquello le cansaba hasta producirle una sensación de angustia. ¿Sería posible pasar allí un día, una semana, incluso años, como aquella gente? Siguió sentado, se levantó de nuevo para dar un paseo y volvió a sentarse. Podía acercarse a la ventana y reemprender sus paseos de un rincón a otro. ¿Y después? ¿Seguir allí eternamente, como una estatua, y pensar? No. Apenas sería posible.

Andrei Efímich se tendió en la cama, pero inmediatamente se puso en pie, se limpió con la manga el sudor frío de la frente y notó que toda la cara le olía a pescado ahumado. De nuevo volvió a sus paseos.
—Aquí hay un malentendido... —articuló, abriendo perplejo los brazos—. Hay que poner en claro las cosas, se trata de una confusión...”

Pero no les voy a revelar el final, lo puse como un abrebocas, para los que se interesan en la narrativa corta. Tal vez por medio de la utilísima Internet puedan conseguir ésta y otras de sus obras.

Chéjov murió a los cuarenta y cuatro años, el 2 de julio de 1904 en el balneario alemán de Banderweiler, adonde había llegado en un intento de combatir la tuberculosis, en aquella época una enfermedad incurable, que minaba su organismo desde mucho tiempo atrás.

B. Miosi