El claxon no era el original,
sino el de la película «Il sorpasso», con Vittorio Gasman, algo así como un
bufido, escandaloso como el mismo ronquido. Otro aporte de mi querido Henry,
más conocido en Polonia como Waldek, y a nivel universal y literario como
Waldek Grodek. El coche primero le
perteneció a él. Después, cuando sentó
cabeza —tenía ya unos cincuenta y tres años—, me lo pasó a mí, pero no me lo
obsequió, no. Él siempre decía que las cosas se apreciaban más cuando uno
pagaba por ellas, y aunque yo no estaba totalmente de acuerdo, asentí con
fervor, porque las facilidades eran extremas y me moría por poner mi pie en el
acelerador del Mustang. Él se compró un Chevrolet Montecarlo, más acorde con su
apariencia de muchacho maduro, y yo empecé a gozar de la vertiginosa velocidad
de uno de mis «amores verdaderos».
Tiempo ha pasado ya. ¿Veinte años?, no.
¿Veinticinco? ¿Treinta? Más, Blanca, por favor, si desde entonces has
renunciado a tu trabajo, has abierto un taller de alta costura, has escrito
varias novelas ¡y hasta tienes agente literario…! Cierto, Waldek.
Hoy, un día de diciembre del
año 2010, me encuentro en una situación completamente diferente. Ya no más autos roncadores. Ahora prefiero el silencio. He descubierto
que me gusta estar acompañada de música, y si es sinfónica, mejor. He empezado
a apreciar la ópera y eso sí: jamás he dejado de leer. Mi biblioteca ya no tiene espacio donde
colocar más libros y estoy pensando seriamente en transformar una pared de mi
sala en otra biblioteca. Y es que soy una señora de sesenta años cumplidos —muchos
dicen que no los aparento, pero son todos míos—, que requiere de un deporte más
apacible que andar en un Mustang cortando el viento. Viejo amor que se fue hace años y no está más conmigo. Tampoco hoy está conmigo mi querido Henry. Se fue. Hay quienes piensan que a un lugar
donde se van todos los buenos, los valientes, los héroes… porque Henry era un
héroe, literalmente. Tenía una medalla
de plata otorgada por el mismísimo ejército de los Estados Unidos de América, y
no por haber combatido en la guerra de Vietnam, en la del Golfo o la de
Irak. No, señor. Fue porque combatió
contra los nazis en la II Guerra
Mundial, la más conocida, y glamorosa de las guerras, si se pudiera acuñar ese
término. O como dijera cierto personaje
que no quisiera nombrar: «La madre de todas las guerras».
¿Amor verdadero? ¡Claro que
conozco el amor verdadero! Lo siento en la sangre que corre por mis venas, en
los recuerdos que apabullan mi mente, recuerdos de todos estos años vividos a
plenitud al lado de un personaje de novela, y también cada vez que me siento a
escribir y la emoción me lleva por derroteros que nunca sé adónde me
conducirán, como cuando empecé a escribir esto.
Creí que sería una tesis acerca de lo que significa el término «amor
verdadero», y miren ustedes, ha resultado en un maremágnum de diferentes
intensidades, como la música de Chopín, con su pequeño recortadito como si
indicase alguna duda, para luego darse a fondo. Con todo.
Un amigo me dijo que debía
dedicar a Henry una entrada especial en el blog, pues era un personaje
literario. Creo que tenía razón. Pero sucede que cuando se trata de
situaciones personales, es como cuando se es médico, no se puede operar a un
familiar cercano, menos si se trata del marido. Solo puedo decir que mientras
mis dedos recorrían las teclas con la cadencia armoniosa que me acompaña cuando
las ideas fluyen sin esfuerzo, esa idea fue recomponiéndose en mi mente y esta
entrada la dedico a mi inolvidable Henry, el Waldek Grodek que algunos de
ustedes han conocido por mi novela La búsqueda, y otros porque lo conocieron a
él. El de la sonrisa fácil, el Waldek de
la mirada que nunca perdió ingenuidad ni en el último día de su vida.
Él siempre tenía una pregunta en los labios: ¿por qué yo? Y creo que era la pregunta que había en sus ojos la última vez que lo vi. Pero esta vez su interrogante no me hizo sonreír. Supe que esta vez tenía razón: ¿Por qué él?
Él siempre tenía una pregunta en los labios: ¿por qué yo? Y creo que era la pregunta que había en sus ojos la última vez que lo vi. Pero esta vez su interrogante no me hizo sonreír. Supe que esta vez tenía razón: ¿Por qué él?
De ahora en adelante ya no más de aquella sonrisa, ni de sus miradas
ingenuas, de su asombro de niño, ni de su amada compañía. Muy atrás quedaron los escapes a la playa en el Mustang conducido por Henry a la velocidad del viento... Ya no más.
Adiós, Henry, Waldek, adiós
amor mío… hasta que nos volvamos a encontrar.
Tuya, siempre,
Blanca